domingo, 14 de diciembre de 2014

Homilía del P. General Saverio Cannistrà en la Solemnidad de San Juan de la Cruz


Este año estamos concentrados en la celebración del centenario del nacimiento de Santa Teresa. Continuamente invitados a la lectura de sus escritos, a re-evocar su vida y su figura. Precisamente por esto al celebrar hoy la fiesta de San Juan de la Cruz, salta a la vista con particular evidencia la diferencia que hay entre él y Teresa, aun compartiendo la misma vocación y el mismo carisma. Esto, por otra parte, nos hace ver lo amplio que es el espacio del carisma carmelitano, lo diversas que pueden ser sus encarnaciones y manifestaciones.

Precisamente porque la identidad de un religioso no es algo añadido o artificial, sino que forma parte de su misma carne, con su historia y existencia, es normal que cada fraile, cada monja, que se ha dejado modelar por la misma vocación, presente un rostro diverso, descubra una posibilidad nueva e inédita del carisma. Esto me parece bello y liberador: el carisma es obra, es fruto del Espíritu, y por eso comparte con él la fantasía y la creatividad. Son más bien los carismas no vividos los que se vuelven rígidos en fórmulas y estereotipos o en discursos retóricos, privados de contenidos reales.

Muchos dicen: es más difícil acercarse y entender a Juan que a Teresa. Pienso que hay una verdad en esta afirmación, pero por un motivo opuesto al que generalmente se piensa. Se piensa que Teresa es simple y Juan complicado, que Teresa es espontánea e inmediata y Juan reflexivo y distante; que Teresa es cotidiana y encarnada y Juan sublime, «celestial y divino», como Teresa lo ha definido. Cierto, si miramos el modo de escribir, no se puede negar que el estilo de Teresa aparece directo y coloquial, mientras que el de Juan es refinado y meditado, fruto de un largo e inacabado trabajo de revisión, corrección, reelaboración.

Sin embargo, en el fondo creo poder afirmar que las cosas están de otro modo. Teresa no es solo una persona: es un mundo en el que se encuentra más o menos todo lo que forma parte de la historia, de la cultura, de las costumbres de su tiempo. Es una verdadera enciclopedia, en la que -precisamente por el estilo simple, por el humilis sermo del que hace uso- toda la realidad puede tener cabida. En la obra de Teresa, junto a los momentos de profundo recogimiento y de intensa comunicación con Dios, hay ruido, confusión y el desorden de una civilización en pleno crecimiento y al mismo tiempo en contradicción consigo misma y desorientada.

En Juan se respira otro aire, se contempla otro paisaje, donde son pocos y simples los elementos que se manejan. Juan usa símbolos primitivos, sin tiempo: la noche y la llama, la oscuridad y la luz, la montaña y el manantial que fluye. Es un hombre que huye de la ciudad y busca refugio en la naturaleza, que la siente cercana, amiga, testigo silencioso de una presencia originaria, más antigua que el hombre, con un ritmo y una lógica diversas de las de la sociedad de los hombres. Esta es la diversidad que Juan busca y se queda maravillado.

Para él Dios es otro, es sencillez absoluta, mientras el hombre es complicación, estratificación de deseos, casi todos ilusorios y tendenciosos. En el fondo, es verdad que Juan busca un camino más corto y más directo hacia Dios, porque se ha dado cuenta que las otras vías, las que atraviesan los recorridos tortuosos de la historia humana y sus contradicciones, corre el riesgo de no llevar sino al hombre mismo.

Más claro aún: Juan no está rechazando lo que es constitutivo del hombre, es más lo está valorando. Las facultades fundamentales del hombre, el intelecto, la voluntad y la memoria, necesitan ser vaciadas, liberadas de una especie de atasco que los bloquea y, por usar un término de hoy, las encierra en un loop que hace imposible el acceso a un nivel superior. Para Juan, que en esto es un buen discípulo de Santo Tomás, el intelecto, la voluntad y la memoria se nos han dado para que Dios sea su objeto, o mejor, el destino al que aspirar. Si este dinamismo se atranca, no funcionará ni siquiera su percepción del mundo y de la historia.

De ahí la necesidad de noche y de silencio, de parar el reloj y de ritmar el tiempo a través del fluir del agua o del crepitar del fuego. Juan, por usar de nuevo un término de nuestro tiempo, nos enseña una ecología de la mente y del corazón, una desintoxicación de todo lo que nos está embriagando y al mismo tiempo embotando, haciéndonos menos lúcidos, menos atentos, menos inteligentes y emprendedores, más incapaces de recordar nuestra verdadera naturaleza.

¿Y si la via hacia la verdad y por lo tanto hacia Dios, pasase por estos caminos de simplificación y de reducción, en vez de pasar a través de la babélica empresa de recapitular toda la historia del mundo en la esperanza de encontrar en el Logos el sentido último, el Espíritu que la guía a caballo de algún corcel? Es una bella pregunta, una saludable inquietud que el pequeño Juan nos deja en herencia, él que al final de su vida confesaba con sencillez en una carta a una amiga suya: «Esta mañana ya hemos venido de recoger nuestros garbanzos y así todas las mañanas. Otro día los trillaremos: es lindo manosear estas criaturas mudas, mejor que no ser manoseados de las vivas. Dios me lo conceda por mucho tiempo».